domingo, noviembre 14, 2004

La constitucionalización del derecho privado y el declive del título preliminar del Código Civil

En Europa se ha vuelto común hablar de la “constitucionalización del derecho privado”, y de la vinculación directa de ésta con la “crisis” de los títulos preliminares de los códigos civiles, todo lo cual ha sido visto como un síntoma del crepúsculo del derecho civil en general.

¿Es el contexto peruano idóneo para formular dicha percepción en los mismos términos?

La respuesta es negativa, como debió serlo también la de los portavoces nacionales de otros discursos foráneos inconcebibles entre nosotros, como los referidos a la “mercantilización” del derecho civil, la “unificación del derecho civil y comercial” y, más recientemente, la “decodificación” del derecho civil; todos, introducidos de una manera alambicada y acrítica, la cual, para peor, ha tenido como pauta la total desfiguración de lo dicho en las experiencias donde tales fenómenos se verificaron y fueron originalmente puestos en evidencia.

Para ilustrar cómo estaban las cosas entre el derecho civil y el derecho constitucional, el ilustre romanista italiano Vittorio Scialoja acuñó una frase lapidaria: “El derecho civil, el hecho penal, la novela mercantil, la nada constitucional”.

El derecho civil, para decirlo en otras palabras, era “el” derecho. En aquel entonces, casi un siglo atrás, Italia contaba con un Código Civil emanado en 1865, y, sí, con un “documento constitucional”, el Statuto del Regno o Statuto Albertino de 1848, pero que era ajeno, principalmente, a aquella idea de jerarquía que hoy es común en los ordenamientos jurídicos del mundo.

No hace mucho, en una entrevista televisiva, el doctor Jorge Avendaño Valdez comunicaba, sin incurrir en ninguna exageración, que el Código Civil es la norma más importante después de la Constitución. Dicha idea es avalada por la perspectiva histórica, que nos hace ver que nuestro país tuvo, en primer lugar, una Constitución, y luego un Código Civil.

La situación es distinta en las experiencias extranjeras que han informado desde siempre la reglamentación del derecho civil en el Perú. Además del caso italiano, donde la Constitución republicana, de 1948, es posterior al Código Civil vigente, de 1942, cabe recordar que el Code Napoléon precede a la Constitución francesa, que el Grundgesetz alemán es más reciente que el bürgerliches Gesetzbuch, y que la Constitución española es, así mismo, posterior al Código Civil de 1889.

Esa sucesión temporal no es de escasa relevancia.

Hay, entre los autores franceses, quien sostiene que el bicentenario Code Civil representa la verdadera Constitución de su país. Napoleón mismo lo consideraba uno de los “bloques de granito” en los cuales se asienta la sociedad en su conjunto. Hay incluso quienes, como el profesor de la Universidad de Turín, Ugo Mattei, en tiempos de discutible asociación del constitucionalismo con las tendencias de Americanization o globalización jurídica, consideran que los códigos civiles son, desde cierto punto de vista, tan importantes cuanto la Constitución, pues no tienen sólo un alcance técnico, sino también una clara dimensión política, dado que contienen las reglas fundamentales de las relaciones económicas.

En consecuencia, hablar de “constitucionalización del derecho privado” en Europa tiene un significado muy particular. Respetuosos de la cadena temporal a la vista, los autores subrayan así el establecimiento de una nueva jerarquía normativa, y cómo es que las instituciones reguladas en los antiguos códigos civiles tienen que ser vueltas a leer a la luz de cuanto señalan las Constituciones, que son más jóvenes.

A propósito del importante tema de la relación entre los derechos fundamentales y el derecho privado, por ejemplo, el más destacado de los discípulos de Karl Larenz, Claus-Wilhelm Canaris, hace ver que “los derechos fundamentales, en tanto parte de la Constitución, ocupan una posición de grado superior en la jerarquía de las normas, en comparación con el derecho privado, y, por lo tanto, están en condición de influenciar a éste. Por otro lado, la Constitución no es el lugar adecuado ni acostumbrado para regular las relaciones que interesan a los distintos ciudadanos y las empresas. En ello consiste, más bien, la específica tarea del derecho privado, que en este sector ha desarrollado una marcada autonomía respecto de la Constitución, no sólo desde el punto de vista histórico, sino también en el plano de los contendidos, porque, como regla, el derecho privado aporta soluciones mucho más diferenciadas para los conflictos entre sus sujetos, a diferencia de cuanto puede hacerlo la Constitución. De aquí surge una cierta situación de tensión entre la posición superior de la Constitución, por un lado, y la autonomía del derecho privado, por otro”.

Un jurista de gran sensibilidad frente a estos problemas, Francesco Donato Busnelli, nos ha hecho ver que la afirmación de la legalidad constitucional como la legalidad vigente es algo exacto en el nivel de los principios, pero que los principios constitucionales están llamados a iluminar y a orientar el sistema, no a constituir un sistema por ellos mismos, ni mucho menos un contrasistema.

Importar a nuestro medio el discurso sobre la constitucionalización del derecho privado que se acaba de describir, de sobrevenida temporal de la Constitución y de imposición de una relectura de las instituciones reguladas por el Código Civil a la luz de los preceptos constitucionales, representaría una falacia.

Las relaciones entre la Constitución y el Código Civil, y más aun, del derecho constitucional y del derecho civil, en el Perú presentan, entre otras, las siguientes características:

(i) El recíproco desinterés de civilistas y constitucionalistas por el estudio conjunto de sus materias, a tal punto que, hasta donde llega mi conocimiento, prácticamente ninguna de las ediciones del código civil que se pueden adquirir en el mercado contiene el texto de la Constitución; peculiaridad que no admite como argumento justificativo el hasta el cansancio repetido discurso acerca de la conveniencia de las especializaciones docentes y profesionales.

Mi apreciado amigo Pietro Sirena, catedrático de la Universidad de Siena, me decía hace unos días, certeramente, que la erradicación del texto de la Constitución de las ediciones del Código Civil podría tener como significado, en Italia, la reivindicación del lugar central del derecho privado y del Código Civil mismo en el ordenamiento jurídico. Lo incontestable de tal opinión se aprecia sin problemas en un medio como el italiano, donde, en materia de responsabilidad civil, los jueces deciden diariamente las causas como si estuvieran siempre en busca de nuevos derechos constitucionales. El argumento constitucional está de moda por allá, y los resarcimientos se deducen automáticamente, con intrincadas fundamentaciones, de los derechos “fundamentales” visionados, imaginados y, a veces, alucinados, en sede judicial.

Algo similar ha ocurrido recientemente entre nosotros, en el caso García Belaúnde c. Banco de Crédito, donde el Tribunal del Indecopi, copiando de segunda mano todos los lugares comunes de los manuales de derecho constitucional español que tenía a la mano (y que, primero, tuvo a la mano, nuestro Tribunal Constitucional), ha procreado el “derecho fundamental al pago anticipado”.

(ii) La segunda característica es la equivocada tendencia de nuestros jueces a resolver los pleitos con estricta sujeción a cuando disponen las normas de “su” sector, y a su inmediata disposición, sin atender a los preceptos constitucionales; aspecto de una deplorable autolimitación debida a la tradicional timidez de la magistratura peruana a formular interpretaciones integrativas.

Como es claro, este defecto es el extremo opuesto de la situación vivida en Europa, donde la Constitución, como decía Salvatore Satta, recordado por Francesco Gazzoni, tiene en los juristas los mismos efectos que en el Quijote los libros de caballerías.

(iii) La tercera característica es el aparente desconocimiento de las jerarquías al momento de elaboración de todos los códigos civiles de nuestra historia, cuyas normas, por consiguiente, resultan repetitivas e inútiles, y a veces contradictorias con lo señalado en la Constitución, como en el caso clamoroso del régimen en torno de los derechos de la personalidad.

Nada mejor que el título preliminar del Código Civil, para demostrar la pérdida del papel central de dicho texto legal y a las influencias que la Constitución tiene en el mismo.

El título preliminar es, con seguridad, uno de los sectores del Código Civil menos comprendidos, aunque no menos estudiados, en el Perú. Es, en otras palabras, un caso donde el equívoco de los artífices del Código Civil no se ha limitado a la técnica legislativa, sino a la visión del cuerpo de normas que integra el título preliminar.

Todo parece indicar que nuestro codificador civil ha apreciado el título preliminar no más que como el lugar del Código donde se tienen que enumerar fuentes, explicitar principios (los cuales, entonces, dejan de ser principios), reconocer la existencia de lagunas, y, tal es la realidad, cubrir con cláusulas normativas generales los vacíos dejados por los legisladores que están a cargo de la revisión y estudio de las demás áreas.

Dicha forma de ver las cosas es completamente errada.

Sólo el análisis histórico está en condición de revelarnos el sentido del título preliminar, no para aferrarnos a él, sino para replantearlo en clave moderna, y, ¿por qué no? para concluir con un fundado pronunciamiento favorable a su inutilidad y a lo oportuno de su eliminación.

Como idea, el título preliminar es reconocido, por la mejor doctrina, como un episodio importante del constitucionalismo de la edad contemporánea. Es el lugar que los artífices del Code Napoléon destinaron a las disposiciones sobre la ley en general; a “leyes de leyes”, que en virtud de su contenido, y en ausencia de una idea de Constitución, tenían que anteponerse al cuerpo del código propiamente dicho.

El título preliminar tenía, igualmente, la función de controlar y limitar el accionar de los jueces, en el marco de una disputa por todos conocida contra la casta de estos últimos. Tal es la razón por la cual se decide incluir en dicha parte la enunciación de las fuentes del derecho, y la correcta exclusión de la jurisprudencia, a la que me referiré más adelante. En el caso italiano, el tinte político es mucho más claro, por la remisión, hoy derogada, en el Código Civil de 1942, a los principios generales del ordenamiento corporativista.

Es con el asentamiento del constitucionalismo, y, sobre todo, de la general admisión del modelo de organización constitucional en los países europeos –que ha devenido en la reciente Constitución europea, firmada en Roma hace unos días, y destinada a entrar en vigor dentro de algunos años– que aquel título preliminar concebido por los redactores del Code Civil empieza a perder sentido. Los juristas más lúcidos hablan, entonces, de la “crisis” de los títulos preliminares, que no sería más que un síntoma de la “crisis”, más general, del derecho civil, o sea, de la antes referida pérdida del papel central alguna vez desempeñado por el derecho civil.

En el caso peruano, la única razón que explicaría por qué se decide mantener el título preliminar sería la tradición, si no es, como en tantos otros casos, la imitación y copia en bloque de los textos de los códigos extranjeros.

Juzgo que tal es la única razón admisible porque, de otra manera, no se entendería la inservible práctica de repetir cuanto se señala en la Constitución política en relación, por ejemplo, con la aplicación de la ley.

Respecto de los demás artículos del título preliminar, el problema que debe plantearse y resolverse es el de la conveniencia de explicitar el enunciado de ciertos principios, y de incorporar en él cláusulas normativas generales.

Este también es un ámbito en el que el Código Civil peruano presenta peculiaridades.

Más de uno ha saludado la incorporación del “abuso del derecho” a una legislación, la peruana ni más ni menos, en el artículo II del título preliminar, que nos pondría a la vanguardia en comparación con otras experiencias.

Como es fácil de comprobar, sin embargo, lo único que se recoge en el artículo citado es la expresión “abuso del derecho”, en un enunciado de suyo condenado a la inaplicación: “la ley no ampara el abuso del derecho”, que hoy, dicho sea de paso, leemos también en la Constitución (lo cual, nótese bien, implicaría su inutilidad en el texto reformado del Código que se viene elaborando).

Preguntémonos: ¿qué es lo más oportuno? ¿Establecer una cláusula normativa general de “no-amparo del abuso del derecho”, o establecer una cláusula normativa general que señale que el abuso del derecho constituye un acto ilícito que autoriza al damnificado potencial o efectivo a valerse del remedio resarcitorio o inhibitorio, según su decisión?

En el 2002, una profesora de filosofía del derecho de la Universidad de Oxford, discípula de Ronald Dworkin, dictó una conferencia en Génova. En aquel año se habían dado a la publicidad, en versión italiana, los Principles of European Contract Law de la Comisión de académicos presidida por el catedrático danés Ole Lando. Recuerdo que por varios minutos se examinó el significado de la palabra “principio”. La atendible conclusión de aquella jurista era que el principio dejaba de existir en el momento en que se convertía en ley, pues así adquiría la condición de “norma”. Los “principios” de Lando, entonces, no eran principios, sino líneas fundamentales, y había que hacer votos para evitar que se conviertan en normas, porque su potencialidad, paradójicamente, es mayor mientras no sean normas.

Ello debe ser claro para nuestro legislador: los principios existen o no existen, más allá de la circunstancia accidental de ser amonedados o encapsulados o recogidos de modo fragmentario en las normas que componen el título preliminar de un Código. El enunciado expreso del principio no obliga, si éste se mantiene inaplicado o carece de sustento en la realidad –piénsese, por ejemplo, en ese virtual saludo a la bandera que es la “buena fe comercial”, que el legislador peruano copió, sin tener la menor idea de su origen, de la normativa española de competencia desleal, a su vez repetitiva de la normativa alemana–; viceversa, el principio puede ser invocado, deducido de la Constitución, aunque no se encuentre expresado.

Otros dos puntos del título preliminar permitirán apreciar más claramente las particularidades de su crisis en el medio peruano.

En el nuevo texto que se proyecta para el título preliminar, el legislador, a imitación de sus pares italiano y español, incorpora una disposición sobre las fuentes del derecho donde se dice que “son fuentes del derecho peruano (1) las normas legales (2) la costumbre (3) la jurisprudencia con los alcances que establece la ley”.

Afirmar que la jurisprudencia es fuente de derecho es inaceptable, y demostrativo de ignorancia de la realidad de las cosas, en un país, donde, totalmente al margen de las discusiones teóricas sobre fuentes “materiales” y “no materiales”, los abogados son los peores enemigos del “derecho jurisprudencial”; en un país donde no rige el principio angloestadounidense del stare decisis; en un país donde un puro error ortográfico conlleva la mofa y la descalificación del valor de las sentencias; en un país, donde las sentencias de la más alta instancia judicial difícilmente superan las dos páginas.

Se proyecta, igualmente, una disposición relativa a la buena fe, donde se expresa que “los derechos se ejercen y los deberes se cumplen conforme a la buena fe”.

Este último texto es el ejemplo perfecto de todos los errores que se pueden cometer en una operación de imitación o importación normativa.

Se trata, en efecto, de una copia del Código Civil español, según una reforma producida en el decenio 1970-1980. Sólo que el legislador español imitó, a su vez, y de manera incompleta, al codificador suizo que 70 años antes había dispuesto lo mismo, pero cuidándose, coherentemente, de establecer que el juez, en caso de ausencia de la ley, debe proceder como si fuera un legislador, para cubrir la laguna detectada.

La cláusula normativa general de la buena fe no significa absolutamente nada si su reconocimiento no está asentado en la sociedad, como ocurre en Alemania, donde informa, además, el derecho constitucional y hasta el derecho penal, y si no se conceden plenos poderes a los jueces para explotarla.

Si a ello se suma la inconveniencia de la técnica legislativa de las cláusulas normativas generales en los países en vía de desarrollo, irrefutablemente denunciada por los expertos del análisis económico del derecho, es justo concluir que la disposición bajo examen, de concretizarse, no será más que la robótica copia de una norma poco feliz del Código Civil español.

El supuesto de la responsabilidad precontractual debería servir de advertencia a los reformadores respecto de la inutilidad del artículo que proyectan.

En el régimen de los contratos en general, el legislador de 1984 copió una norma del Código Civil argentino, luego de la reforma de 1968, imitador, a su vez, del Código Civil italiano y de la doctrina y jurisprudencia de Alemania. Me refiero al artículo 1362, donde se establece que los contratos deben negociarse, celebrarse y ejecutarse según las reglas de la buena fe; norma que nuestros especialistas de derecho contractual coinciden en identificar como fundamento legal del resarcimiento de los daños in contrahendo.

Una norma como la anterior, o similar a la anterior, y el trasfondo cultural que posee en su ordenamiento jurídico de origen, ha permitido deducir en Alemania, no solamente la responsabilidad civil por ruptura injustificada de los tratos preliminares al contrato, sino también la teoría de la alteración de la base del negocio jurídico, y ha servido como sustento para la actualización de las deudas dinerarias afectadas por la inflación.

En nuestro país, en cambio, a veinte años de la promulgación del Código Civil, no contamos ni siquiera con una sentencia notoria sobre la responsabilidad precontractual.

Si tal es la situación, no debería existir dificultad en admitir la conveniencia de incorporar, por ejemplo, una norma que indique cuáles son los deberes jurídicos que surgen para los tratantes durante la negociación contractual. El elenco no tiene por qué ser cerrado. La ductilidad de esta técnica legislativa, se ha mostrado positiva, por lo demás, en lo que atañe a nuestras normas importadas sobre libre competencia y competencia desleal, donde se enumeran hipótesis de actos legalmente reprimibles, a título ejemplificativo.

El repaso de los demás artículos del proyecto de título preliminar no genera más que disconformidades.

La equivocación de volver explícito un principio general se reitera al establecerse la prohibición del venire contra factum propium, cuando se señala que “no es lícito hacer valer un derecho en contradicción con una conducta anterior, cuando en razón de ella otro sujeto haya tenido motivo justificado para confiar razonablemente en que no se ejercerá tal derecho” (artículo VI).

Se dice, en otra parte, que “son nulos, total o parcialmente, los actos contrarios al orden público o a las buenas costumbres, salvo disposición legal distinta” (artículo VIII), y que “constituye fraude a la ley el acto que pretende un resultado contrario a una norma legal amparándose en otra norma dictada con finalidad distinta” (artículo IX).

Como es evidente, el lugar correcto de estos dos últimos artículos es el régimen legal sobre el negocio jurídico.

En suma, el siempre mal comprendido título preliminar del Código Civil peruano de 1984, así como el proyectado por los juristas que hoy laboran en su reforma, carece de sentido. El diálogo entre civilistas y constitucionalistas que se auspicia, la reveladora comparación jurídica y el análisis histórico contribuyen a afianzar tal dictamen.

La “constitucionalización” del derecho civil en el Perú tendrá, ciertamente, un significado distinto del fenómeno verificado en Europa: aquí, antes que releer en clave constitucional las instituciones del derecho privado, habrá que dar el paso lógico previo, de la interiorización y del reconocimiento de la jerarquía normativa, obstruido, entre otras cosas, por la naturalmente asumida legitimidad cultural del Código Civil, obra de juristas, superior a la más bien débil Constitución, obra de políticos.