martes, octubre 25, 2005

El negocio jurídico según Rodolfo Sacco - Ideas de un maestro italiano


CONTENIDO: 1. El personaje.- 2. La obra.- 3. Reflexión final

1. El personaje.
"Conocí" -si cabe la palabra- al profesor Rodolfo Sacco en enero del 2002. Fue en la Universidad de Turín, donde yo acostumbraba efectuar consultas bibliográficas por invitación de Pier Giuseppe Monateri. Aquella mañana, sin perder de vista, ni por un minuto, lo que venía digitando en su llamativa Macintosh, Monateri, acaso el discípulo más cercano de Sacco, hablaba con él por teléfono. Culminada la conversación, me preguntó, a quemarropa, si yo quería conocer a su maestro. Le respondí afirmativamente. Sacco es un autor a cuya obra remiten nuestros estudiosos del derecho de contratos (De la Puente y Lavalle, Forno Flórez, Escobar Rozas, Morales Hervias), y uno de los más importantes cultores de la comparación jurídica en el mundo. Monateri lo volvió a llamar. Le anunció que "un joven investigador peruano" acudiría a visitarlo.
Yo llevaba conmigo, como donativo para la biblioteca jurídica turinesa, un ejemplar de los "Estudios fundamentales" sobre la teoría general del negocio jurídico, por mí traducidos para una editorial limeña. Decidí obsequiarlo a Sacco, y así lo hice saber a mi amigo, quien me advirtió, entonces, que su maestro desconfiaba y renegaba de las categorías abstractas, a tal punto que lo apartó, a inicios de los ochenta, de su original tema de tesis -dedicada, precisamente, al negocio jurídico en la jurisprudencia italiana de fines del siglo XIX- luego de varios meses de investigación, para imponerle, literalmente, el estudio de la sinécdoque como regla y técnica de definición en el derecho civil francés, alemán e italiano (¡!).
Acudí, pues, a la reunión con Sacco, pensando en algún tema que pudiera ser de su interés. El profesor, que ya frisaba los ochenta años (nació en Fossano, en 1923), me esperaba en su oficina. Para eliminar rápidamente de la agenda el engorroso tema "abstracto" del negocio jurídico le entregué de inmediato el libro, y le confesé mi incomodidad por hacerle un presente vinculado con una categoría dogmática como el negocio jurídico. En ese momento, giró su silla, y permaneció -para angustia mía- mirando la pared por algunos minutos, al cabo de los cuales me devolvió la mirada, y me espetó la siguiente frase: "il negozio giuridico va benissimo!" (¡"el negocio jurídico está muy bien"!).
Lo que tuvo lugar a continuación fue, prácticamente, una lección de varios minutos sobre la historia y el valor actual del negocio jurídico, desde sus orígenes provenzales en Lo Codi (un epítome anónimo de derecho civil, basado en fuentes romanas, que se remonta a inicios del siglo XII)[1], hasta los cuestionamientos que los civilistas italianos de tendencia marxista le dirigieron a fines del decenio 1970-1980, sin atender al hecho de que el negocio jurídico circulaba por países de régimen político socialista, como Rusia, Polonia y China. Sacco puso punto final a su discurso, abruptamente y sin derecho de réplica, anunciándome que estaba escribiendo, precisamente, una obra que iba a llevar por título "Il fatto, l'atto, il negozio" ("El hecho, el acto, el negocio").
He vuelto a ver a Sacco en muchas oportunidades, pero jamás tan cercanamente como en aquella ocasión. He traducido, con su autorización, algunos de sus ensayos, y, según me ha referido Monateri, se entusiasma al saber que sus escritos circulan en otros idiomas. En Italia, es famoso por su severidad, sobre todo con los más jóvenes. Otro de los juristas por él formados, Paolo Cendon, catedrático de la Universidad de Trieste, lo ha descrito como alguien legítimamente orgulloso de sí mismo, y consciente de los méritos de su trabajo, de sus éxitos, grandes y pequeños[2]. Sus discípulos lo ven como un gurú; los que están al margen de su entorno, como un intelectual algo difícil de tratar. Entre los muchos reconocimientos que ha recibido, sin embargo, se cuenta el premio al "Jurista del Año", que es concedido por la filial italiana de la European Law Students Association. Es miembro de la Accademia dei Lincei y correspondiente de la Académie des Sciences Morales et Politiques.
2. La obra.
En abril del presente año, el profesor Sacco presentó la obra anunciada en la Scuola Superiore S. Anna de Pisa, donde yo curso mis estudios de doctorado. El volumen ha aparecido sólo a inicios de septiembre[3]. Creo que puede ser de utilidad entre nosotros rendir cuenta, aunque sea brevemente, de algunos de sus puntos más interesantes. Centraré mi reseña en el tema de la noción del negocio jurídico.
En nuestros días, hay muchos temas ante los cuales el investigador debería plantearse, con honestidad y serenidad, la pregunta sobre si es posible añadir algún elemento nuevo. Existen, qué duda cabe, temas "agotados". Un candidato de fuerza para pertenecer a este grupo es, ni más ni menos, el negocio jurídico, así como el inmenso repertorio de temas erróneamente o acertadamente vinculados con él.
Sacco demuestra ser consciente de ello. La singularidad de su discurso, y la esmerada construcción de su visión propia hace reverdecer este terreno, falto de vigor y lozanía. En alguno de mis estudios, he indicado que su perspectiva de la actividad de los particulares, en general, y no sólo del negocio jurídico, puede considerarse "antropológica". Para él, la autonomía, por ejemplo, no es una cuestión exclusivamente ligada con las "declaraciones", sino un fenómeno que se percibe en todos los hechos humanos. Así, su óptica gana en amplitud, y le permite examinar y cuestionar, sin prejuicios ni respetos que se traducirían en inercia, la obra de autores como Alfred Manigk y Emilio Betti, a los que se debe la colocación de la Privatautonomie -que, como tengo escrito, es incorrecto traducir como "autonomía privada"- como preámbulo del estudio del negocio.
Sacco afirma que "la idea de que la doctrina del negocio (es decir, el conjunto de las definiciones que tienen que ver con el negocio, asociado con las reglas operativas concernientes a los negocios en general) constituye, en sí misma, el motor que impulsa la ampliación indefinida de la autonomía negocial es fruto de una imperdonable confusión". El negocio jurídico no es un "acto de autonomía privada" ni tampoco un "acto de autorregulación de intereses", como sostuvieron, en su momento, Betti y Renato Scognamiglio -y luego, al pie de la letra, sus seguidores en España, y, a través de éstos, en Perú-. La autonomía significa "ejercicio de poder normativo", pero no "reglamentación de relaciones propias": "Auto-nomía significa «poder normativo propio», y no «poder normativo sobre la esfera propia»"[4]. Quien afirma que "el negocio es el acto de autonomía indica una correlación entre un hecho y una cualidad de éste, pero no identifica el hecho del que está hablando. Por tal razón, una doctrina que ofrece hablar del negocio, pero se limita a señalar que el el negocio es un acto de autonomía no es válida porque es tautológica". La autonomía está presente en "actos" (como la ocupación, abandono o entrega de cosas, o la aceptación tácita de herencia) y en "declaraciones" (como los testamentos). Aquellos actos "autónomos" de estructura "declarativa" serán los negocios jurídicos.
Quien conoce la materia, puede intuir que en este conciso e impecable razonamiento se rescata la definición original germana del negocio jurídico (Rechtsgeschäft) como "declaración" (Erklärung). Sacco confiesa que tal es su propósito, y replantea, por ello, el segundo elemento esencial de aquella definición: la voluntad. En el siglo XIX, los pandectistas alemanes, de Savigny a Windscheid, definieron el negocio jurídico como "declaración de voluntad" (Willenserklärung) que crea relaciones jurídicas, tal cual se lee, más o menos, y bueno es recordarlo, en el artículo 140 del Código Civil peruano. Para Sacco, el negocio "es la declaración, es decir, la comunicación de un dato, por ejemplo, de un programa"; más precisamente, es una declaración que expresa la voluntad de una mutación o variación (vicenda), y la autonomía se presenta como "simetría entre la voluntad del ser humano y la mutación consiguiente a ella". Si el negocio "es expresión de la autonomía, y si la autonomía es el poder de la voluntad, el negocio será voluntad, siempre que ésta sea declarada. Si la voluntad está ausente, no existirá el negocio"[5]. A quienes acusan -incluso entre nosotros- a la doctrina voluntarista, irreflexivamente y por ignorancia, de identificar el negocio con la voluntad, Sacco les reprocha la "caricaturización" de esta doctrina. En el subcapítulo titulado "elogio del principio de la voluntad"[6], el jurista italiano enseña que la voluntad, a pesar de ser presentada, muchas veces, en una versión demonizada, como símbolo del egoísmo y de la responsabilidad, es, en realidad, una "manifestación de la personalidad". Entonces, quien haga suya la defensa del respeto de la persona, tendrá que enarbolar también, necesariamente, la bandera de la autonomía, entendida como poder de la voluntad, siempre, desde luego, que ésta no se extralimite.
La voluntad de la que aquí se trata apunta -como acabo de anotar- a generar la mutación de una relación jurídica. Atendiendo a este rasgo, Sacco la califica como "normativa" y "preceptiva". No hay en la obra, sin embargo, rastros de aquellas teorías "normativas" ni "preceptivas" del negocio jurídico, que, conforme a una común sistematización italiana -llegada a Perú por el habitual, pero pocas veces fidedigno, puente español-, se alternarían para el combate y erradicación de cierta teoría "voluntarista" (caricaturizada). Esta prescindencia de una historiografía de doctrinas emparenta el texto que se comenta con la bibliografía alemana, donde existen, sí, pero mínimamente, referencias más bien históricas a una "teoría de la voluntad" y a una "teoría de la declaración"[7] -el "preceptivismo" y el "normativismo" provienen del lenguaje jurídico italiano-, pero en lo relativo, correctamente, al valor que debe concederse a las declaraciones, y, de ninguna manera, en clave de "teoría general" del negocio jurídico.
En este último sentido, la consulta de la obra de Sacco contribuirá, tal vez, a que en países donde la pauta ha sido y es la importación desordenada de conceptos jurídicos y de textos normativos íntegros, como el Perú, se deje de acentuar el estudio de lo que yo no dudo en definir como "historia de la doctrina italiana del negocio jurídico", para pasar a analizar los problemas que siempre han sido propios de este sector de la parte general del derecho civil.

3. Reflexión final.
El volumen de Sacco debe ser visto como la cabal demostración de la necesidad -lamentablemente inobservada, en nuestro país y en otras partes- de dotarse de un pleno conocimiento de todos los temas del derecho civil antes de emprender el estudio del negocio jurídico, que representa, como no ignoran los académicos serios, la síntesis de diversas figuras (del matrimonio al testamento, del contrato a la promesa unilateral). Antes de dar a la publicidad su "Teoria generale del negozio giuridico" (la primera edición es de 1943; la segunda, aún inédita en nuestro idioma, es de 1950), Betti, quien tenía, entonces, más de cincuenta años, había surcado con destreza los campos de materias tan disímiles como el derecho de sucesiones, la estructura de la obligación, el derecho procesal civil y el derecho romano; Werner Flume (nacido en 1908), formado en la escuela romanista de Fritz Schultz, dio a la imprenta su volumen "Das Rechtsgeschäft" en 1965, cercano a cumplir los sesenta años.
A la fecha, Sacco, a quien se deben importantes trabajos sobre los títulos valores, la interpretación jurídica, la buena fe, la acción subrogatoria, el enriquecimiento sin causa, la posesión, el contrato en general, y, cómo no, la comparación jurídica, tiene 82 años. Que un académico ducho, venerable y de su talla, dedique una fatiga al negocio jurídico es un seguro aliciente, y un ejemplo de rigor doctrinal, para las generaciones futuras. En las primeras páginas de su libro escribe algo que deberían interiorizar los enemigos del estudio científico de nuestra materia[8]: "Las nociones de hecho, acto, negocio brindan al jurista aquellos servicios que pueden ofrecer, como máxima, las categorías ordenantes. Son vehículos adecuados para traer a la conciencia del jurista problemas complejos, que de otra manera se abandonarían a la praxis. [...]. En el siglo XXI no ha muerto, sino que se reaviva la conciencia de que el pensamiento tiene necesidad de filtrarse por medio de categorías ordenantes y generales. La variedad de las reglas no reniega de la generalidad ni de la homogeneidad de apropiados instrumentos del pensamiento (las ideas, las nociones, los conceptos, las definiciones) ni de apropiados instrumentos de comunicación (las palabras). [...] La noción general no es un instrumento para quien debe formular la regla del derecho civil. Pero la noción general es el instrumento para quien quiera plantearse los problemas del derecho civil. Los que saben son deudores, de su saber, a procedimientos de tipo realístico. Pero lo que quieren poner en orden lo que saben y hacer progresar su propio saber, y comunicarlo al prójimo, deben disponer de categorías ordenantes, y de una lengua que las exprese"[9].
Hamburgo, septiembre del 2005
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* Con un título como el que escogido para estas notas rendía cuenta de la obra del iusfilósofo italiano Giorgio Del Vecchio, en la primera mitad del siglo pasado, el ilustre polígrafo nacional José de la Riva Agüero y Osma.

[1] Esta original tesis sobre los orígenes históricos del negocio jurídico ha sido planteada por Rodolfo SACCO, precedentemente, en la voz "Negozio giuridico (circolazione del modello)", en "Digesto delle discipline privatistiche", Sezione Civile, vol. XII, Utet, Turín, 1995, p. 87.
[2] CENDON, Paolo, "Prefazione", en SACCO, Rodolfo, "Che cos'è il diritto comparato", Giuffrè, Milán, 1992, p. XIX.
[3] SACCO, Rodolfo, "Il fatto, l'atto, il negozio", con la colaboración de Paola CISIANO, en "Trattato di diritto civile diretto da Rodolfo Sacco", UTET Giuridica, Turín, 2005, 454 p.
[4] SACCO, "Il fatto, l'atto, il negozio", cit., p. 309.
[5] SACCO, op. ult. cit., p. 357.
[6] SACCO, op. ult. cit., p. 363.
[7] Por ejemplo: SCHAPP, Jan, "Grundfragen der Rechtsgeschäftslehre", Mohr (Paul Siebeck), Tubinga, 1986, pp. 8-49, quien expone -como "teorías en torno de la declaración de la voluntad", nótese bien- la "teoría de la voluntad" (Willenstheorie) ligada con la obra de Windscheid, la "teoría de la declaración" (Erklärungstheorie) ligada con la obra de Bähr y la "teoría de la vigencia" o "de la validez" (Geltungstheorie) ligada con la obra de Larenz. El mismo orden es adoptado por WERBA, Ulf, "Die Willenserklärung ohne Willen", Duncker & Humblot, Berlín, 2005, pp. 17-27. Por su parte, SINGER, Reinhard, "Selbstbestimmung und Verkehrsschutz im Recht der Willenserklärungen", Beck, Munich, 1995, pp. 8-9, hace mención, aunque sin fines sistemáticos, y con referencia precisa a las ideas de Werner Flume, a la "teoría de la autodeterminación" (Selbstbestimmungstheorie).
[8] Véanse las muy recientes y justificadas críticas de MORALES HERVIAS, Rómulo. "La irrevocabilidad del poder. A propósito de un inútil debate jurídico", en "Revista peruana de jurisprudencia", año 7, t. 54, agosto del 2005, pp. 49 y ss.
[9] SACCO, op. ult. cit., pp. 1-2.

lunes, julio 04, 2005

Régimen de la responsabilidad extracontractual y reforma del Código Civil

Quien sea consciente de la imperfección de las disposiciones del Código Civil peruano de 1984 en materia de responsabilidad extracontractual no puede sino adherir a la idea de mejorarlo, y participar, desde esta tribuna, en la discusión en torno de las integraciones o reformas que requiere.
El estado de cosas actual se presta, en efecto, y sin mayores dificultades, para la identificación de puntos críticos, y me parece que el más importante de éstos, aquel del cual debería partir toda propuesta de replanteamiento, para no repetir errores, tiene que ver con la técnica legislativa.
El régimen actual de la responsabilidad extracontractual es el producto de una combinación de la técnica de las cláusulas normativas generales (artículos 1969 y 1970), con la regulación de figuras "especiales" heredadas de una tradición que se remonta al Código Civil francés (artículos 1985 y siguientes). Naturalmente, la decisión de contemplar enunciados legales abiertos, con vocación para ser cubiertos de contenido por la interpretación judicial (que es en lo que consisten las cláusulas normativas generales) es contradictoria con la inserción de reglas particulares para hipótesis que, de suyo, podrían ser asociadas con ellos.
Un ejemplo que debería ser claro, al respecto, es el de la responsabilidad que el legislador, con términos conceptualmente errados, hace surgir de los daños que se cometen por medio de "bienes riesgosos o peligrosos".
Fuera del hecho de que no existen "bienes" por sí propios "riesgosos y peligrosos", y de que estos calificativos sólo son aplicables a las "actividades", hay contradicción entre la formalización de una cláusula de tal tenor y la decisión de mantener o crear nuevas responsabilidades "especiales".
Los autores del recientemente publicado Anteproyecto de enmiendas al Código Civil de 1984 persisten en este modus operandi.
No puede aceptarse que, en lugar de reducir los supuestos "especiales" de responsabilidad "objetiva", o de mejorar el texto de la cláusula normativa general del artículo 1970, a fin de que sea menos fatigoso sacar provecho de su capacidad de adaptación a los siempre nuevos espacios que demandan protección resarcitoria, se pretenda incorporar una nueva particularización, a saber, la responsabilidad "por productos o servicios defectuosos".
En la Exposición de motivos del Anteproyecto citado se lee, tal vez como justificación, que la norma respectiva de nuestra legislación en materia de protección del consumidor no es aplicada por nuestros jueces. Yo creo que tal constatación debería mover a los reformadores, más bien, a apreciar de manera sistemática y global el ordenamiento jurídico, y comprender que el verdadero problema del derecho peruano en este ámbito –problema que, como es obvio, no se les puede exigir resolver– es la intromisión del Indecopi en la gestión de un espacio inconvenientemente sustraído al Código Civil, con un famoso paquete legislativo de inicios de la década pasada: el espacio, justamente, de la responsabilidad del fabricante.
Frente a dicha intromisión, el legislador "civil", o los autores del Anteproyecto, en este caso, no debería consumar la "especialización" de la figura. Ellos, por el contrario, tienen una magnífica oportunidad para plantear, no una específica responsabilidad por productos defectuosos, sino una regla que sea aplicable a la "responsabilidad por cosas", de la que se prescindió, inexplicablemente, en el Código Civil de 1984.
A esta certera intuición, que consta, por lo demás, en la Exposición de motivos del Anteproyecto, parecería obedecer el nuevo texto que se propone para el artículo 1980, según el cual, el "propietario del bien" sería, sin más, responsable de los daños que éste causara; y responsable solidario, además, con el "poseedor".
Sólo que en una propuesta reformadora tan mal rematada se pasan por alto los efectos que podría generar una regla semejante en el terreno, por ejemplo, de los alquileres. Hace décadas que el análisis económico del derecho advirtió que un sistema de responsabilidad objetiva aplicable a aquellos que, en los hechos, no están en posesión de sus cosas, puede tener como efecto un incremento de los costos para ponerlas en circulación. El propietario de una casa tendría que esmerarse, e invertir, para encontrar un inquilino que le garantice con seguridad que no se producirán daños, de lo cuales también él tendría que responder.
Se podrá afirmar que ello es deseable, pero seguramente no en mayor medida que el velar por la agilidad del mercado, que sí es admisible considerar en el terreno de la política del derecho, o sea, al momento de proyectar las normas, como ahora.
Lo peor es que los redactores del Anteproyecto dan la impresión de contradecirse a sí mismos, porque al regular lo que ellos llaman "ruptura del nexo causal" –inexacta terminología tomada de la imprecisa doctrina argentina–, incorporan, justamente, la eximente de responsabilidad que consiste en "no tener la posibilidad objetiva de control de un bien" (artículo 1972). El propietario de una cosa cedida en arrendamiento es, desde luego, alguien que en la mayoría de casos no tendrá esa "posibilidad objetiva". ¿Por qué hacerlo responsable? ¿Acaso la prevención de los daños, que es, recuérdese, una función de la responsabilidad igual de importante que la reparación de los daños, no demanda hacer recaer el resarcimiento sobre aquel que estaba en la mejor condición para neutralizarlos?
La regla que se propone para la responsabilidad "por productos o servicios defectuosos" está, además, mal diseñada. En ella se hace referencia a los daños causados a la "integridad" de los consumidores "o" a sus "bienes". No se requiere mayor análisis para apreciar aquí el núcleo de la Directiva europea N.° 374 de 1985, que hace responsable al fabricante del producto de los "daños causados por muerte o lesiones corporales" y los "daños causados a una cosa o la destrucción de una cosa" (artículo 9, letras a y b). Para ser más precisos, lo que se propone para nuestro país es el trasplante de la lectura "italiana" de tal disposición comunitaria, lo cual, como se verá a continuación, no es aceptable.
En el derecho italiano, a diferencia del nuestro, se adopta legalmente la distinción de origen alemán entre daño "patrimonial" y "no patrimonial". Según el Código Civil italiano, el resarcimiento del daño no patrimonial procede sólo cuando la ley lo señale (artículo 2059). Es por ello que al legislador de este país, al formular una norma especial (D.P.R. N.° 224 de 1988) para la adaptación de la citada Directiva europea, le ha sentado bien repetir que es resarcible el daño "ocasionado por muerte o lesiones personales". Así, a la hora de aplicar dicha ley, los jueces no tienen dudas sobre el carácter resarcible de tales daños.
Pero en el Perú la distinción entre "daño patrimonial" y "no patrimonial", que es "legislativa" en Alemania e Italia, no existe. Tenemos la ventaja de contar con cláusulas normativas generales que hacen referencia sólo al "daño", tal cual ocurre, con probada eficacia, en el Código Civil francés, y ello permite, a la vez que exige, interpretar que "todo daño" que se produzca "por dolo o culpa" (artículo 1969), o por el ejercicio de una actividad "riesgosa o peligrosa" (artículo 1970), será resarcible.
Se replicará, tal vez, que los desarrollos verificados en el derecho civil francés, con el sostén de la jurisprudencia, son impensables en nuestro medio. De acuerdo. Hace buen tiempo que sostengo que las cláusulas normativas generales no son convenientes ni fructíferas en los países en vías de desarrollo, donde lo preferible sería más bien adoptar un sistema de legislación punto por punto, detallada, a la que los jueces puedan recurrir –con grave, pero imperiosa, renuncia a la interpretación– como si se tratara de soluciones listas para ser aplicadas. Pero si ésta hubiese sido la idea que movió a los redactores del Anteproyecto a postular una regla precisa para una figura como la responsabilidad por productos defectuosos, la reforma del régimen de la responsabilidad extracontractual tendría que haber sido total y no limitada –como ellos mismos anotan en la Exposición de motivos– a las que consideran, discutiblemente, "modificaciones necesarias o urgentes al Código Civil de 1984".
Otros defectos que se pueden notar en el Anteproyecto son de carácter estrictamente conceptual. Tal es el caso de la eliminación de la actual referencia del artículo 1969 al "descargo por falta de dolo".
En lugar de analizar y de procurarse conocimientos sobre la institución que se está regulando, se prefiere llevar hasta sus últimas consecuencias el aforismo "el dolo no se presume", no sin hacer mención de una supuesta "inconstitucionalidad" de la mal vista "presunción de dolo". Quien conozca la materia sabe, perfectamente, que forman parte del repertorio de la responsabilidad extracontractual ciertas hipótesis que sólo son concebibles cuando media dolo, es decir de casos en los cuales el resarcimiento sólo será procedente si el agente del daño ha ocasionado éste obrando de manera intencional.
Estos supuestos, en los cuales la doctrina habla, fundadamente, de "dolo presunto", no son, en modo alguno, extraños, ni tampoco tienen el tinte de aquellos ejemplos escolásticos que suscitan inmediato rechazo, dada su improbable realización. Basta pensar en los llamados "daños por inducción al incumplimiento contractual", cuyo resarcimiento –como unánimemente se reconoce– sólo es concebible cuando el agente de la "inducción", que es, en sí misma, una conducta "intencional", procede dolosamente. Este razonamiento también es válido respecto de la responsabilidad que surge en los casos de "incitación" a otro para la comisión del daño, de la compra de una cosa que se sabe adquirida por un tercero, y, nada más y nada menos, de "abuso del derecho". No hay "inducción" ni "incitación" ni "abuso" por "culpa" o "negligentes". Todos estos son supuestos en los cuales la demanda de resarcimiento del damnificado contendrá, inevitablemente, una "acusación de dolo" al agente, porque de lo contrario, ni siquiera se podría sostener la realización de tales figuras. Esta es la razón por la que sí puede tener lugar un descargo "por falta de dolo", cuyo efecto será liberador de responsabilidad.
Tampoco es correcto el reemplazo, en el artículo 1972, de la expresión "imprudencia de quien padece el daño" por "responsabilidad de quien padece el daño". Aunque el principio que aquí se pretende amonedar sea la "autorresponsabilidad", a lo que se debe hacer referencia es al "hecho de quien padece el daño" o "hecho de la víctima". Hay que repasar la historia de esta eximente de responsabilidad para conocer su nexo con las conductas de los suicidas e inimputables (menores de edad, dementes), a los que, como es claro, no se puede imputar ninguna "responsabilidad": es el puro "hecho" de éstos lo que puede eximir de responsabilidad al pretendido imputado.
En cuanto a las enmiendas con las cuales es posible concordar con los redactores del Anteproyecto, son de señalar dos importaciones del derecho italiano: la referencia a la capacidad de ejercicio restringida (artículo 1976) como supuesto de responsabilidad para el representante legal, y la adopción de la teoría de la "ocasionalidad necesaria" en la regulación de la responsabilidad vicaria del empleador (artículo 1981). Bienvenida, así mismo, es la cancelación de la antes criticada mención de los "bienes riesgosos o peligrosos" (artículo 1970).
No cabe duda, sin embargo, que el mayor acierto en materia de responsabilidad civil que contiene el Anteproyecto no se encuentra en las modificaciones propuestas a los artículos 1969 y siguientes del Código, sino en una que se prevé para el libro I. Me refiero al nuevo texto proyectado para el artículo 17, en cuyo número 1 se señala que "la amenaza o vulneración de alguno de los derechos inherentes a la persona, confiere al agraviado o a quien tenga legítimo interés el derecho a solicitar que se evite o suprima la actividad generadora del daño. Queda a salvo la pretensión de indemnización por el daño causado".
Esta disposición es a todas luces de provecho en una experiencia como la nacional, donde uno de los más graves problemas es, más que la categorización de los daños, la identificación de los casos en los que procede la propia imputación de la responsabilidad. Con el texto propuesto, se daría a los jueces una segura base para considerar que la protección resarcitoria debe concederse no sólo frente a los daños relativos a derechos cifrados en normas jurídicas, sino todos a todos lo daños que afecten derechos inherentes a la persona.

jueves, abril 14, 2005

Apuntes sobre la prueba de la responsabilidad civil del médico dependiente de un centro de salud

Hay una disposición del Código Civil peruano que es puntualmente recordada cuando se trata el tema de la responsabilidad de los profesionales. Me refiero al artículo 1762: “Si la prestación de servicios implica la solución de asuntos profesionales o de problemas técnicos de especial dificultad, el prestador de servicios no responde por los daños y perjuicios, sino en caso de dolo o culpa inexcusable”.

Como es sabido, esta norma es una mala traducción del artículo 2236 del Código Civil italiano de 1942, subtitulado “Responsabilidad del prestador de obra”, donde se lee que “si la prestación implica la solución de problemas técnicos de especial dificultad, el prestador de obra no responde de los daños, sino en caso de dolo o de culpa grave”.

Fuera de los defectos de este producto de la importación legislativa y de su virtual inocuidad e insignificante aplicación entre nosotros –característica de todos los avances legislativos foráneos trasplantados por los codificadores peruanos–, no cabe poner en discusión la utilidad de hacer de público conocimiento la evolución que hoy experimenta la interpretación judicial del precepto citado en su ordenamiento de origen, en relación con un tema siempre polémico: la responsabilidad civil de los médicos.

Éste, nótese bien, es un camino legítimo para hacernos una idea de los límites aplicativos de una norma que, para bien o para mal, hemos hecho nuestra.

La causa de la que ahora toca rendir cuenta, sobre la cual se ha pronunciado la Corte di Cassazione con sentencia n. 11488 del 21 de junio del 2004, tiene como protagonistas a los padres de un niño nacido con aplasia (desarrollo incompleto) de uno de los brazos, que demandan por daños y perjuicios al médico ecografista que los asistió durante el período de gestación y, solidariamente, al centro de salud para el cual éste presta servicios.

Según los demandantes, ellos habrían podido decidir la interrupción del embarazo (y ejercer el llamado “derecho de aborto”, legalmente permitido en Italia) si el ecografista encargado hubiese atinado en un examen efectuado hacia la décimo novena semana de gestación, en el cual no vislumbró las malformaciones del feto.

El demandado, a su turno, contesta que, en realidad, tales malformaciones no eran determinables, dada la “dificultad” del examen practicado; así pues, o su comportamiento fue correcto, o su culpa, en todo caso, no fue “grave”, de modo que le resultaría aplicable el antes mencionado régimen favorable de responsabilidad profesional consagrado en los Códigos Civiles de Italia y, por imitación, de Perú.

En primera y segunda instancia la pretensión de los demandantes es desestimada; la situación se revierte sólo ante la Corte di Cassazione, cuyo fallo merece ser destacado al menos por cinco puntos principales:

1. Porque estima que existe “regularidad causal” entre la omisión de información médica acerca de las malformaciones del feto y la decisión de los padres de no interrumpir la gestación. Se supone, en otras palabras, que si los demandantes hubiesen sido informados oportunamente de lo que iba a ocurrir, habrían optado por el aborto electivo.

2. Porque precisa que una ecografía, a pesar de ser de resultado “incierto”, no configura necesariamente un problema de “especial dificultad”. En consecuencia, no resulta aplicable al caso la regla limitativa que atribuye responsabilidad a los profesionales sólo cuando media dolo o culpa grave, sino el régimen ordinario.

3. Porque confirma, respecto de este último punto, la orientación de la jurisprudencia italiana que aprecia el vínculo entre el médico dependiente de un centro de salud y el paciente como una relación de tipo “contractual” nacida –como enseña una convincente doctrina alemana– de un “contacto social”.

4. Porque deduce de las observaciones anteriores la aplicabilidad al supuesto presentado de la regla fundamental de la responsabilidad obligativa, que, en Italia, reza como sigue: “Artículo 1218. Responsabilidad del deudor.- El deudor que no ejecuta exactamente la prestación debida está obligado al resarcimiento del daño, a menos que demuestre que el incumplimiento o el retraso fue determinado por imposibilidad de la prestación derivada de causa no imputable a él”.

5. Porque concluye, inéditamente, y en último análisis, que en el caso planteado no corresponde a los demandantes, entonces, probar la culpa ni mucho menos la gravedad de la culpa del médico: ellos sólo tienen que acreditar la “inexactitud” del cumplimiento.

Lo que la Corte señala, en efecto, es que “[l]a prueba de la ausencia de culpabilidad en el incumplimiento (o, mejor dicho, de la imposibilidad de la prestación derivada de causa no imputable) y de la diligencia en el cumplimiento está siempre vinculada con la esfera de acción del deudor; ello ocurre de forma más marcada, por otro lado, cuando la ejecución de la prestación consiste en la aplicación de reglas técnicas, desconocidas para el acreedor y a la vez ajenas al bagaje de la común experiencia, pero sí propias, específicamente, del bagaje del deudor, que es, en el caso, un especialista en el ejercicio de una profesión protegida”.

Atendiendo, pues, y sobre todo, al principio de “cercanía de la prueba” (vicinanza della prova), la Corte di Cassazione considera que lo correcto era exigir al ecografista el descargo por falta de culpa, y no la prueba de la culpa por parte los demandantes, ciertamente extraños al campo de la actividad médica.

Hay en todo ello, desde luego, una propensión a favorecer, en el aspecto probatorio, a los damnificados por la inobservancia de la más estricta diligencia profesional.

El fallo comentado también ha servido de marco a nuevas reflexiones doctrinales en relación con el llamado “derecho a nacer sano”, inspirado en el wrongful birth de la jurisprudencia estadounidense. El arduo debate al respecto –me limito a señalarlo– apunta a dilucidar la delicada cuestión de si cabe resarcir al propio neonato traído al mundo con taras físicas.

lunes, marzo 14, 2005

Por un nuevo derecho de obligaciones

Que las páginas dedicadas al derecho de obligaciones, y a sus temas clásicos de siempre, sean exageradamente breves y nada pormenorizadas, o hasta inexistentes, en las más recientes obras francesas, que el último, y para muchos insuperado, tratado italiano dedicado a la materia se remonte a 1991 (“Le obbligazzioni”, del catedrático de la Universidad de Pisa, Umberto Breccia), y que, entre nosotros, se deba a la ensayística (Cárdenas Quirós, Forno Flórez, Fernández Cruz, Escobar Rozas y, ahora, Palacios Martínez) las únicas contribuciones meritorias al estudio de esta área, mientras que en Alemania, de donde proviene el derecho de obligaciones tal cual solemos estudiarlo en nuestras Universidades –aquel territorio de las instituciones de derecho civil que parte de la densa cuestión de la estructura de la relación obligatoria, que incide en la “patrimonialidad” de la prestación y que culmina con el análisis de las irregularidades e infracciones de los deberes nacidos de dicha relación (imposibilidad sobrevenida, mora, cumplimiento defectuoso, etc.)– se vive, aparentemente, un reflorecimiento de dicha área, son fenómenos que no pueden no suscitar reflexión.

La observación anterior, fácil de verificar en el plano académico, historiográfico y comparativo, tiene como correlato la reducción de las reglas de los códigos civiles referidas al derecho de obligaciones a una suerte de “lengua muerta”, según una tan certera cuanto severa asimilación del catedrático de la Universidad de Turín, Pier Giuseppe Monateri; una “lengua muerta”, que, en cuanto tal, no sólo tiene como característica el rigor mortis, sino también, y lógicamente, el escaso número de especialistas en ella y de conocedores de ella.

Extraña la época nuestra; época en la que desinformadamente (sin “formación” ni “información”) se llega a hablar de “autopsia” de modos de ver y entender el derecho, como el análisis económico, que en el Perú han tenido el inobjetable mérito de suscitar reflexiones sobre la vigencia y utilidad de instituciones jurídicas “descuidadas”, tal es la palabra, por los autores, e ignoradas por los jueces y tribunales administrativos locales; época en la que todo estudioso del derecho civil debería más bien cuestionarse, como punto de partida de todo trabajo de investigación, sobre los motivos del inobjetable ocaso de esta área jurídica y sobre el papel actual del área de su interés.

En el terreno de las obligaciones en general, como ningún civilista serio de nuestro país desconoce, se ha debido a especialistas del análisis económico del derecho los primeros estudios sobre el incumplimiento de obligaciones (Bullard González) y sobre la liquidación de los daños obligativos (Haro Seijas) en el Perú.

No es propósito de mi artículo, sin embargo, la innecesaria defensa del análisis económico del derecho.

Lo que me interesa destacar es que la aparente buena salud del derecho de obligaciones en el ordenamiento jurídico alemán, que acabo de recordar, no autoriza a asumir que el vigor de esta materia se extienda a todos los países herederos de la llamada “civil law tradition” (Merryman).

Si en Alemania, el recientemente modernizado “Schuldrecht” constituye la parte medular del derecho civil patrimonial, y abarca, no sólo la teoría general de la relación obligatoria (estructura, especies de relaciones obligatorias, infracciones, etc.), sino también las fuentes de las obligaciones (contratos típicos, resarcimiento, etc.) es debido a episodios culturales que no pueden ser desconocidos.

En Alemania, hay que saberlo, vuelve a fundarse el derecho romano. La pandectística o pandectismo, que es el estudio de las instituciones de derecho romano en tanto y en cuanto derecho “actual”, aplicado en Alemania hasta fines del siglo XIX, asume, entonces, como sus temas preferidos, la teoría del negocio jurídico y la teoría de la relación obligatoria. Ambos gozaron, en algún momento, de la predilección de Friedrich Carl von Savigny, a quien se debe un fundamental tratado, aunque inconcluso, dedicado al “Obligationenrecht”, traducido tempranamente al francés, por Gérardin y Jozon, y más tarde al italiano, por Giovanni Pacchioni.

Es así como la relación obligatoria, traducción de la expresión italiana “rapporto obligatorio”, a su vez derivada del alemán “Schuldverhältnisse”, se estudia entre los germanos con un nivel de abstracción no menor al del negocio jurídico. Hay una famosa obra de Gustav Hartmann, enteramente dedicada a la estructura de la obligación, que supera las 300 páginas, y que tuvo gran influencia en autores que no nos son desconocidos como Emilio Betti y Michele Giorgianni.

Pero las relaciones obligatorias del derecho alemán cobran una singularidad y complejidad tal que se apartan de cuanto habían escrito al respecto los juristas franceses Jean Domat y Robert-Joseph Pothier, quienes sistematizaron en los siglos XVII y XVIII, respectivamente, el derecho romano.

El derecho de obligaciones que se hereda en Francia, y que pasa, tal cual, inmodificado, a Latinoamérica y a España, no es el derecho de obligaciones alemán. Para decirlo en otras palabras, el “droit des obligations” que uno aprende, hasta la fecha, leyendo el volumen de Boris Starck no es el “Schuldrecht” que uno aprende leyendo los “Handbücher” de Hans Brox o Helmut Kohler o el “Lehrbuch” de Karl Larenz y Claus-Wilhelm Canaris.

Y sin embargo, lo que se estila, conscientemente o no, en nuestras Universidades es, como he señalado, enseñar la teoría de la relación obligatoria “a la alemana” (que es, para entendernos, la que comparece en un manual español famoso entre nosotros, como el de Luis Díez-Picazo y Ponce de León), para, al final, recalar en el texto del Código Civil de 1984, confeccionado, por el contrario, según el esquema francés, sólo que a través de los distorsionados canales de la legislación argentina y española, y que es en gran medida incoherente con lo dispuesto, inmediatamente después, en la normativa sobre el contrato en general, íntegramente deudora del Código Civil italiano de 1942 que representa –y nadie puede ponerlo ni lo ha puesto jamás en discusión– la síntesis de las codificaciones civiles franca y germana.

Que en el Perú el derecho de obligaciones corra el riesgo de convertirse en una “lengua muerta”, si no es que ya ha alcanzado esta calidad, como temo yo, puede deberse a múltiples factores, además del hecho de que su regulación sea una de las más defectuosas, en tanto incoherente, del Código Civil.

Defectuosa e incoherente porque –como he tenido la oportunidad de sostener en diversas oportunidades– no se explica ni justifica la decisión del codificador peruano de 1984 de atenerse a la doctrina francesa –no necesariamente superada, pero sí incompatible con lo decidido en otras partes del Código– al regular las obligaciones, y de manifestar, en cambio, una increíblemente pasiva disposición a incorporar las normas sobre el contrato en general del Código Civil italiano.

Producto de dicha desatención es, por ejemplo, el frustrado arribo de uno de los más importante avances de la doctrina italiana, que declina de regular separadamente las obligaciones “de dar”, y que, por consiguiente, reconoce luego los efectos reales del contrato.

En el Código Civil peruano, aunque es perfectamente posible demostrar que el contrato tiene efectos reales (Forno Flórez, Escobar Rozas), continúan exhibiéndose, y en demasía, normas repetitivas de una tripartición que en la actualidad es a todas luces cuestionable (las obligaciones “de dar”, “de hacer”, “de no hacer”) y acaso inútil.

Al respecto, se ha vuelto un lugar común hablar de “neutralidad” del derecho de obligaciones (Di Majo y Rescigno, en Italia, De la Puente y Lavalle, en Perú). Con tal expresión se pondría en evidencia lo que de imperturbable tienen las reglas aplicables a las relaciones obligatorias, a diferencia de lo que ocurre con el régimen del derecho de familia, por ejemplo, permanentemente sujeto a adaptaciones y actualizaciones.

A la misma desatención se deben algunos errores de sistemática y de técnica legislativa que ya han sido denunciados por nuestra mejor doctrina, como la regulación de la cláusula penal y de la transacción dentro del régimen de las obligaciones en general (ambos, producto de malas lecturas de la doctrina francesa), así como la imperdonable inserción en esta sede de la normativa sobre el pago indebido.

Entre los demás factores de la transformación del derecho de obligaciones en una “lengua muerta” se encuentra también, cómo no, la predominancia hoy por hoy reconocida a las reglas del contrato en general.

En más de una ocasión he escuchado sostener que en el derecho civil francés lo que prevalece es la “teoría general del contrato”, mientras que en el derecho alemán existe la “teoría general del negocio jurídico”.

Tal afirmación es sólo parcialmente exacta, porque también en el Código Civil alemán se reglamenta el contrato, sólo que en el lugar correspondiente, cual es la “parte general” (“allgemeiner Teil”), que precede al derecho de obligaciones.

Pero lo que interesa resaltar en esta oportunidad, en todo caso, es que la predominancia alcanzada por los temas contractuales es el resultado de la llamada “Americanization” o “américanisation” del derecho civil.

Constituye, de suyo, un elemento diferenciador, que en la tradición jurídica anglosajona se desconozca el derecho de obligaciones, aunque no falten obras, de carácter comparatístico, dedicadas al “law of obligations” (pienso en el libro-homenaje dedicado a uno de los más grandes estudiosos de los “torts”, el profesor John Fleming). Si dicha premisa es hecha propia por otros ordenamientos, es lógico que el estudio y práctica del derecho de obligaciones pase a un segundo plano.

Ha de haber tenido que ver, igualmente, la circunstancia de que el derecho de obligaciones posea una base romanística innegable, que es, quizás, más comprometedora, si cabe la palabra, que la de otras áreas del derecho civil. Con la paulatina y lamentable pérdida de interés en los estudios de derecho romano, particularmente generalizada en Latinoamérica, los elementos para un análisis histórico-dogmático del derecho de obligaciones, que lo ennoblecieron durante el esplendor del pandectismo alemán, han desaparecido.

Por otro lado, y finalmente, los contratos que se emplean en las operaciones de mayor envergadura económica en todo el mundo (y el Perú no es la excepción) no están ya diseñados, ni siquiera, a la manera anglosajona, sino a la manera estadounidense. El pragmatismo jurídico y la cultura en general imponen conocer la técnica que inspira tales operaciones.

De resultas, una cuestión inveteradamente ligada con el derecho de obligaciones, como lo es el incumplimiento, ha pasado a ser estudiada en nuestro país –con ejemplar didáctica, en algunos casos– en términos de “breach of contract” y de “remedies”.

Que el resarcimiento no sea, actualmente, el único “remedio” a disposición del acreedor insatisfecho es algo que sirve para diferenciar, además, el régimen de la responsabilidad “contractual” del régimen de la responsabilidad “extracontractual”.

Juzgo, así mismo, que el escenario para el desarrollo de este nuevo “orden” de preeminencia estaba dado, en no poca medida, por un rasgo bien subrayado por Breccia, cual es la propensión de los codificadores a normar pensando, exclusivamente, en las obligaciones de fuente “contractual”.

La situación es tal que opino que bien cabría preguntarse, si se decidiera, de una vez por todas, abandonar la tendencia a codificar sobre la sola base de importaciones e imitaciones jurídicas, sobre las ventajas que implicaría la elaboración de un Código Civil donde se prescindiera de la normativa de las obligaciones en general, y que se limitara a contener las disposiciones sobre el contrato en general. La responsabilidad derivada de la inejecución de las obligaciones (contractuales) tendría allí, desde luego, la sede que parece corresponderle por su naturaleza, y no existiría problema para extender el ámbito de aplicación todas aquellas normas, mediante explícitos reenvíos, a las demás fuentes de las obligaciones.

Porque soy de la idea de que el otro camino, el de la conservación, el de la supervivencia del derecho de obligaciones, sólo conducirá a buenos resultados si se recuperan y se inculca el conocimiento de sus raíces germanas, que hacen de él un modelo sólido, imitado y seguido con justificada admiración (como viene ocurriendo, insólitamente, en China) y que, con legitimidad, ha sido considerado como el único en condiciones de oponerse a la “globalización jurídica” (Monateri), en tiempos donde se habla, por todos lados, de “competencia entre ordenamientos jurídicos” (Zoppini y otros) y, ni más ni menos, de “Americanization”.

Quienes emprendan la ardua construcción del “nuevo” derecho de obligaciones tendrán que prestar atención, entonces, no tanto a la comparación jurídica, sino, más limitadamente, al estudio del modelo jurídico foráneo –el modelo alemán– que se presenta, con claridad, como el mejor preparado para garantizar su vigencia.

domingo, noviembre 14, 2004

La constitucionalización del derecho privado y el declive del título preliminar del Código Civil

En Europa se ha vuelto común hablar de la “constitucionalización del derecho privado”, y de la vinculación directa de ésta con la “crisis” de los títulos preliminares de los códigos civiles, todo lo cual ha sido visto como un síntoma del crepúsculo del derecho civil en general.

¿Es el contexto peruano idóneo para formular dicha percepción en los mismos términos?

La respuesta es negativa, como debió serlo también la de los portavoces nacionales de otros discursos foráneos inconcebibles entre nosotros, como los referidos a la “mercantilización” del derecho civil, la “unificación del derecho civil y comercial” y, más recientemente, la “decodificación” del derecho civil; todos, introducidos de una manera alambicada y acrítica, la cual, para peor, ha tenido como pauta la total desfiguración de lo dicho en las experiencias donde tales fenómenos se verificaron y fueron originalmente puestos en evidencia.

Para ilustrar cómo estaban las cosas entre el derecho civil y el derecho constitucional, el ilustre romanista italiano Vittorio Scialoja acuñó una frase lapidaria: “El derecho civil, el hecho penal, la novela mercantil, la nada constitucional”.

El derecho civil, para decirlo en otras palabras, era “el” derecho. En aquel entonces, casi un siglo atrás, Italia contaba con un Código Civil emanado en 1865, y, sí, con un “documento constitucional”, el Statuto del Regno o Statuto Albertino de 1848, pero que era ajeno, principalmente, a aquella idea de jerarquía que hoy es común en los ordenamientos jurídicos del mundo.

No hace mucho, en una entrevista televisiva, el doctor Jorge Avendaño Valdez comunicaba, sin incurrir en ninguna exageración, que el Código Civil es la norma más importante después de la Constitución. Dicha idea es avalada por la perspectiva histórica, que nos hace ver que nuestro país tuvo, en primer lugar, una Constitución, y luego un Código Civil.

La situación es distinta en las experiencias extranjeras que han informado desde siempre la reglamentación del derecho civil en el Perú. Además del caso italiano, donde la Constitución republicana, de 1948, es posterior al Código Civil vigente, de 1942, cabe recordar que el Code Napoléon precede a la Constitución francesa, que el Grundgesetz alemán es más reciente que el bürgerliches Gesetzbuch, y que la Constitución española es, así mismo, posterior al Código Civil de 1889.

Esa sucesión temporal no es de escasa relevancia.

Hay, entre los autores franceses, quien sostiene que el bicentenario Code Civil representa la verdadera Constitución de su país. Napoleón mismo lo consideraba uno de los “bloques de granito” en los cuales se asienta la sociedad en su conjunto. Hay incluso quienes, como el profesor de la Universidad de Turín, Ugo Mattei, en tiempos de discutible asociación del constitucionalismo con las tendencias de Americanization o globalización jurídica, consideran que los códigos civiles son, desde cierto punto de vista, tan importantes cuanto la Constitución, pues no tienen sólo un alcance técnico, sino también una clara dimensión política, dado que contienen las reglas fundamentales de las relaciones económicas.

En consecuencia, hablar de “constitucionalización del derecho privado” en Europa tiene un significado muy particular. Respetuosos de la cadena temporal a la vista, los autores subrayan así el establecimiento de una nueva jerarquía normativa, y cómo es que las instituciones reguladas en los antiguos códigos civiles tienen que ser vueltas a leer a la luz de cuanto señalan las Constituciones, que son más jóvenes.

A propósito del importante tema de la relación entre los derechos fundamentales y el derecho privado, por ejemplo, el más destacado de los discípulos de Karl Larenz, Claus-Wilhelm Canaris, hace ver que “los derechos fundamentales, en tanto parte de la Constitución, ocupan una posición de grado superior en la jerarquía de las normas, en comparación con el derecho privado, y, por lo tanto, están en condición de influenciar a éste. Por otro lado, la Constitución no es el lugar adecuado ni acostumbrado para regular las relaciones que interesan a los distintos ciudadanos y las empresas. En ello consiste, más bien, la específica tarea del derecho privado, que en este sector ha desarrollado una marcada autonomía respecto de la Constitución, no sólo desde el punto de vista histórico, sino también en el plano de los contendidos, porque, como regla, el derecho privado aporta soluciones mucho más diferenciadas para los conflictos entre sus sujetos, a diferencia de cuanto puede hacerlo la Constitución. De aquí surge una cierta situación de tensión entre la posición superior de la Constitución, por un lado, y la autonomía del derecho privado, por otro”.

Un jurista de gran sensibilidad frente a estos problemas, Francesco Donato Busnelli, nos ha hecho ver que la afirmación de la legalidad constitucional como la legalidad vigente es algo exacto en el nivel de los principios, pero que los principios constitucionales están llamados a iluminar y a orientar el sistema, no a constituir un sistema por ellos mismos, ni mucho menos un contrasistema.

Importar a nuestro medio el discurso sobre la constitucionalización del derecho privado que se acaba de describir, de sobrevenida temporal de la Constitución y de imposición de una relectura de las instituciones reguladas por el Código Civil a la luz de los preceptos constitucionales, representaría una falacia.

Las relaciones entre la Constitución y el Código Civil, y más aun, del derecho constitucional y del derecho civil, en el Perú presentan, entre otras, las siguientes características:

(i) El recíproco desinterés de civilistas y constitucionalistas por el estudio conjunto de sus materias, a tal punto que, hasta donde llega mi conocimiento, prácticamente ninguna de las ediciones del código civil que se pueden adquirir en el mercado contiene el texto de la Constitución; peculiaridad que no admite como argumento justificativo el hasta el cansancio repetido discurso acerca de la conveniencia de las especializaciones docentes y profesionales.

Mi apreciado amigo Pietro Sirena, catedrático de la Universidad de Siena, me decía hace unos días, certeramente, que la erradicación del texto de la Constitución de las ediciones del Código Civil podría tener como significado, en Italia, la reivindicación del lugar central del derecho privado y del Código Civil mismo en el ordenamiento jurídico. Lo incontestable de tal opinión se aprecia sin problemas en un medio como el italiano, donde, en materia de responsabilidad civil, los jueces deciden diariamente las causas como si estuvieran siempre en busca de nuevos derechos constitucionales. El argumento constitucional está de moda por allá, y los resarcimientos se deducen automáticamente, con intrincadas fundamentaciones, de los derechos “fundamentales” visionados, imaginados y, a veces, alucinados, en sede judicial.

Algo similar ha ocurrido recientemente entre nosotros, en el caso García Belaúnde c. Banco de Crédito, donde el Tribunal del Indecopi, copiando de segunda mano todos los lugares comunes de los manuales de derecho constitucional español que tenía a la mano (y que, primero, tuvo a la mano, nuestro Tribunal Constitucional), ha procreado el “derecho fundamental al pago anticipado”.

(ii) La segunda característica es la equivocada tendencia de nuestros jueces a resolver los pleitos con estricta sujeción a cuando disponen las normas de “su” sector, y a su inmediata disposición, sin atender a los preceptos constitucionales; aspecto de una deplorable autolimitación debida a la tradicional timidez de la magistratura peruana a formular interpretaciones integrativas.

Como es claro, este defecto es el extremo opuesto de la situación vivida en Europa, donde la Constitución, como decía Salvatore Satta, recordado por Francesco Gazzoni, tiene en los juristas los mismos efectos que en el Quijote los libros de caballerías.

(iii) La tercera característica es el aparente desconocimiento de las jerarquías al momento de elaboración de todos los códigos civiles de nuestra historia, cuyas normas, por consiguiente, resultan repetitivas e inútiles, y a veces contradictorias con lo señalado en la Constitución, como en el caso clamoroso del régimen en torno de los derechos de la personalidad.

Nada mejor que el título preliminar del Código Civil, para demostrar la pérdida del papel central de dicho texto legal y a las influencias que la Constitución tiene en el mismo.

El título preliminar es, con seguridad, uno de los sectores del Código Civil menos comprendidos, aunque no menos estudiados, en el Perú. Es, en otras palabras, un caso donde el equívoco de los artífices del Código Civil no se ha limitado a la técnica legislativa, sino a la visión del cuerpo de normas que integra el título preliminar.

Todo parece indicar que nuestro codificador civil ha apreciado el título preliminar no más que como el lugar del Código donde se tienen que enumerar fuentes, explicitar principios (los cuales, entonces, dejan de ser principios), reconocer la existencia de lagunas, y, tal es la realidad, cubrir con cláusulas normativas generales los vacíos dejados por los legisladores que están a cargo de la revisión y estudio de las demás áreas.

Dicha forma de ver las cosas es completamente errada.

Sólo el análisis histórico está en condición de revelarnos el sentido del título preliminar, no para aferrarnos a él, sino para replantearlo en clave moderna, y, ¿por qué no? para concluir con un fundado pronunciamiento favorable a su inutilidad y a lo oportuno de su eliminación.

Como idea, el título preliminar es reconocido, por la mejor doctrina, como un episodio importante del constitucionalismo de la edad contemporánea. Es el lugar que los artífices del Code Napoléon destinaron a las disposiciones sobre la ley en general; a “leyes de leyes”, que en virtud de su contenido, y en ausencia de una idea de Constitución, tenían que anteponerse al cuerpo del código propiamente dicho.

El título preliminar tenía, igualmente, la función de controlar y limitar el accionar de los jueces, en el marco de una disputa por todos conocida contra la casta de estos últimos. Tal es la razón por la cual se decide incluir en dicha parte la enunciación de las fuentes del derecho, y la correcta exclusión de la jurisprudencia, a la que me referiré más adelante. En el caso italiano, el tinte político es mucho más claro, por la remisión, hoy derogada, en el Código Civil de 1942, a los principios generales del ordenamiento corporativista.

Es con el asentamiento del constitucionalismo, y, sobre todo, de la general admisión del modelo de organización constitucional en los países europeos –que ha devenido en la reciente Constitución europea, firmada en Roma hace unos días, y destinada a entrar en vigor dentro de algunos años– que aquel título preliminar concebido por los redactores del Code Civil empieza a perder sentido. Los juristas más lúcidos hablan, entonces, de la “crisis” de los títulos preliminares, que no sería más que un síntoma de la “crisis”, más general, del derecho civil, o sea, de la antes referida pérdida del papel central alguna vez desempeñado por el derecho civil.

En el caso peruano, la única razón que explicaría por qué se decide mantener el título preliminar sería la tradición, si no es, como en tantos otros casos, la imitación y copia en bloque de los textos de los códigos extranjeros.

Juzgo que tal es la única razón admisible porque, de otra manera, no se entendería la inservible práctica de repetir cuanto se señala en la Constitución política en relación, por ejemplo, con la aplicación de la ley.

Respecto de los demás artículos del título preliminar, el problema que debe plantearse y resolverse es el de la conveniencia de explicitar el enunciado de ciertos principios, y de incorporar en él cláusulas normativas generales.

Este también es un ámbito en el que el Código Civil peruano presenta peculiaridades.

Más de uno ha saludado la incorporación del “abuso del derecho” a una legislación, la peruana ni más ni menos, en el artículo II del título preliminar, que nos pondría a la vanguardia en comparación con otras experiencias.

Como es fácil de comprobar, sin embargo, lo único que se recoge en el artículo citado es la expresión “abuso del derecho”, en un enunciado de suyo condenado a la inaplicación: “la ley no ampara el abuso del derecho”, que hoy, dicho sea de paso, leemos también en la Constitución (lo cual, nótese bien, implicaría su inutilidad en el texto reformado del Código que se viene elaborando).

Preguntémonos: ¿qué es lo más oportuno? ¿Establecer una cláusula normativa general de “no-amparo del abuso del derecho”, o establecer una cláusula normativa general que señale que el abuso del derecho constituye un acto ilícito que autoriza al damnificado potencial o efectivo a valerse del remedio resarcitorio o inhibitorio, según su decisión?

En el 2002, una profesora de filosofía del derecho de la Universidad de Oxford, discípula de Ronald Dworkin, dictó una conferencia en Génova. En aquel año se habían dado a la publicidad, en versión italiana, los Principles of European Contract Law de la Comisión de académicos presidida por el catedrático danés Ole Lando. Recuerdo que por varios minutos se examinó el significado de la palabra “principio”. La atendible conclusión de aquella jurista era que el principio dejaba de existir en el momento en que se convertía en ley, pues así adquiría la condición de “norma”. Los “principios” de Lando, entonces, no eran principios, sino líneas fundamentales, y había que hacer votos para evitar que se conviertan en normas, porque su potencialidad, paradójicamente, es mayor mientras no sean normas.

Ello debe ser claro para nuestro legislador: los principios existen o no existen, más allá de la circunstancia accidental de ser amonedados o encapsulados o recogidos de modo fragmentario en las normas que componen el título preliminar de un Código. El enunciado expreso del principio no obliga, si éste se mantiene inaplicado o carece de sustento en la realidad –piénsese, por ejemplo, en ese virtual saludo a la bandera que es la “buena fe comercial”, que el legislador peruano copió, sin tener la menor idea de su origen, de la normativa española de competencia desleal, a su vez repetitiva de la normativa alemana–; viceversa, el principio puede ser invocado, deducido de la Constitución, aunque no se encuentre expresado.

Otros dos puntos del título preliminar permitirán apreciar más claramente las particularidades de su crisis en el medio peruano.

En el nuevo texto que se proyecta para el título preliminar, el legislador, a imitación de sus pares italiano y español, incorpora una disposición sobre las fuentes del derecho donde se dice que “son fuentes del derecho peruano (1) las normas legales (2) la costumbre (3) la jurisprudencia con los alcances que establece la ley”.

Afirmar que la jurisprudencia es fuente de derecho es inaceptable, y demostrativo de ignorancia de la realidad de las cosas, en un país, donde, totalmente al margen de las discusiones teóricas sobre fuentes “materiales” y “no materiales”, los abogados son los peores enemigos del “derecho jurisprudencial”; en un país donde no rige el principio angloestadounidense del stare decisis; en un país donde un puro error ortográfico conlleva la mofa y la descalificación del valor de las sentencias; en un país, donde las sentencias de la más alta instancia judicial difícilmente superan las dos páginas.

Se proyecta, igualmente, una disposición relativa a la buena fe, donde se expresa que “los derechos se ejercen y los deberes se cumplen conforme a la buena fe”.

Este último texto es el ejemplo perfecto de todos los errores que se pueden cometer en una operación de imitación o importación normativa.

Se trata, en efecto, de una copia del Código Civil español, según una reforma producida en el decenio 1970-1980. Sólo que el legislador español imitó, a su vez, y de manera incompleta, al codificador suizo que 70 años antes había dispuesto lo mismo, pero cuidándose, coherentemente, de establecer que el juez, en caso de ausencia de la ley, debe proceder como si fuera un legislador, para cubrir la laguna detectada.

La cláusula normativa general de la buena fe no significa absolutamente nada si su reconocimiento no está asentado en la sociedad, como ocurre en Alemania, donde informa, además, el derecho constitucional y hasta el derecho penal, y si no se conceden plenos poderes a los jueces para explotarla.

Si a ello se suma la inconveniencia de la técnica legislativa de las cláusulas normativas generales en los países en vía de desarrollo, irrefutablemente denunciada por los expertos del análisis económico del derecho, es justo concluir que la disposición bajo examen, de concretizarse, no será más que la robótica copia de una norma poco feliz del Código Civil español.

El supuesto de la responsabilidad precontractual debería servir de advertencia a los reformadores respecto de la inutilidad del artículo que proyectan.

En el régimen de los contratos en general, el legislador de 1984 copió una norma del Código Civil argentino, luego de la reforma de 1968, imitador, a su vez, del Código Civil italiano y de la doctrina y jurisprudencia de Alemania. Me refiero al artículo 1362, donde se establece que los contratos deben negociarse, celebrarse y ejecutarse según las reglas de la buena fe; norma que nuestros especialistas de derecho contractual coinciden en identificar como fundamento legal del resarcimiento de los daños in contrahendo.

Una norma como la anterior, o similar a la anterior, y el trasfondo cultural que posee en su ordenamiento jurídico de origen, ha permitido deducir en Alemania, no solamente la responsabilidad civil por ruptura injustificada de los tratos preliminares al contrato, sino también la teoría de la alteración de la base del negocio jurídico, y ha servido como sustento para la actualización de las deudas dinerarias afectadas por la inflación.

En nuestro país, en cambio, a veinte años de la promulgación del Código Civil, no contamos ni siquiera con una sentencia notoria sobre la responsabilidad precontractual.

Si tal es la situación, no debería existir dificultad en admitir la conveniencia de incorporar, por ejemplo, una norma que indique cuáles son los deberes jurídicos que surgen para los tratantes durante la negociación contractual. El elenco no tiene por qué ser cerrado. La ductilidad de esta técnica legislativa, se ha mostrado positiva, por lo demás, en lo que atañe a nuestras normas importadas sobre libre competencia y competencia desleal, donde se enumeran hipótesis de actos legalmente reprimibles, a título ejemplificativo.

El repaso de los demás artículos del proyecto de título preliminar no genera más que disconformidades.

La equivocación de volver explícito un principio general se reitera al establecerse la prohibición del venire contra factum propium, cuando se señala que “no es lícito hacer valer un derecho en contradicción con una conducta anterior, cuando en razón de ella otro sujeto haya tenido motivo justificado para confiar razonablemente en que no se ejercerá tal derecho” (artículo VI).

Se dice, en otra parte, que “son nulos, total o parcialmente, los actos contrarios al orden público o a las buenas costumbres, salvo disposición legal distinta” (artículo VIII), y que “constituye fraude a la ley el acto que pretende un resultado contrario a una norma legal amparándose en otra norma dictada con finalidad distinta” (artículo IX).

Como es evidente, el lugar correcto de estos dos últimos artículos es el régimen legal sobre el negocio jurídico.

En suma, el siempre mal comprendido título preliminar del Código Civil peruano de 1984, así como el proyectado por los juristas que hoy laboran en su reforma, carece de sentido. El diálogo entre civilistas y constitucionalistas que se auspicia, la reveladora comparación jurídica y el análisis histórico contribuyen a afianzar tal dictamen.

La “constitucionalización” del derecho civil en el Perú tendrá, ciertamente, un significado distinto del fenómeno verificado en Europa: aquí, antes que releer en clave constitucional las instituciones del derecho privado, habrá que dar el paso lógico previo, de la interiorización y del reconocimiento de la jerarquía normativa, obstruido, entre otras cosas, por la naturalmente asumida legitimidad cultural del Código Civil, obra de juristas, superior a la más bien débil Constitución, obra de políticos.